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Es demasiado, lo que no tiene Netflix



La soberbia intelectual

 

El tiempo libre parece abundar en la época de la cuarentena. A eso de las once de la mañana, luego de revisar los principales diarios y escuchar las letanías radiofónicas, que se han convertido en una rutina, la cuarentena nos da el pretexto perfecto para perder el tiempo. Por fin podremos retomar las series que en Netflix, o en cualquier otra plataforma electrónica similar, dejamos pendientes. Eso fue lo que pensamos durante los primeros días del enclaustramiento. Con verdadera fruición, nos dimos a la tarea de retomar todas las historias pendientes para ponernos al día y poder intervenir en las charlas familiares.

Lo malo es que no fue tan difícil hacerlo. En unas cuantas semanas devoramos los capítulos faltantes de las series que nos interesan realmente e incluso nos enteramos del asunto central de aquellas que todos ven, pero que, desde nuestro punto de vista, son realmente aburridas.

La verdad es que, si este confinamiento hubiera ocurrido hace quince años, muchos nos habríamos refugiado en nuestras bibliotecas y la mayoría habría quedado en manos de lo que la televisión abierta habría estado transmitiendo. El panorama habría sido completamente diferente. Ni siquiera habríamos tenido la escapatoria de acudir a rentar videos, porque para ello habría sido necesario salir de casa y no guardar la sana distancia. Sí, la red de redes lo cambió todo. Ese invento, cuyo origen puede datarse con precisión en el año de 1969, transformó el uso de una de nuestras máximas capacidades humanas: el ocio. Recordemos que hace décadas el arte de la cinematografía sólo podía disfrutarse en las salas de cine. Era necesario estar atentos a las carteleras publicadas en los periódicos para no perder los estrenos, tanto de las películas más triviales como de las obras maestras del momento. La mejor oportunidad para presenciar lo que estaban haciendo los grandes directores era la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional.

Como decía, las cosas cambiaron radicalmente. Primero, con la distribución de videocintas, que tuvieron una vida breve, y posteriormente con la creación de las plataformas electrónicas. Cuando surgió Netflix yo estaba convencido de que todo iba a ser muy fácil. Bastaría con pagar una o varias suscripciones para poder disfrutar en la sala de tu casa de todo lo que se ha hecho en el cine desde que surgió este nuevo arte. O bueno, al menos de lo más importante, algunas de las películas de los principales directores y corrientes cinematográficas de todas las épocas. La realidad, sin embargo, se presenta aunque no queramos verla: el catálogo de las plataformas de transmisión directa de contenido audiovisual sólo cuenta con novedades, muchas de ellas realmente de gran calidad, hay que aceptarlo, y con unas cuantas piezas consideradas como clásicas. Si deseas ver películas de Francois Truffaut, Alain Resnais, Werner Herzog, Fritz Lang, Luis Buñuel, Rainer Werner Fassbinder, entre muchísimos otros, debes buscarlas por tu cuenta y que la fuerza te acompañe. No importa que lleves años pagando tu mensualidad.

Lo sé, muchos me dirán que para eso están las páginas con contenido pirata que son repositorios de lo más valioso del cine. Sin embargo, con mucha frecuencia, entrar a esas páginas implica recibir una gran cantidad de publicidad que dificulta disfrutar tranquilamente la proyección (sí, sé que la palabra proyección es un atavismo y se refiere a algo que ya no existe) de las películas. Por otra parte, tampoco ahí es posible encontrar, como en una filmoteca que se respete, una colección, si no completa, al menos muy nutrida y ordenada de la historia del cine. Por cierto, las filmotecas, por ejemplo la de la UNAM, podrían tener ese servicio en línea, con un cobro que lo hiciera sustentable, sin embargo, no ocurre así todavía. Filminlatino está creciendo, lo acepto, pero no deja de estar por lo tanto en ciernes.

En pocas palabras, nos ilusionamos, al menos yo sí lo hice, con la idea de que Netflix nos iba a ofrecer todo lo que quisiéramos ver en lo que a cine se refiere. Ahora sabemos que nos ofrece todas sus novedades, pero especialmente aquellas que esa empresa sabe que serán bien recibidas por el público. Los nuevos tiempos, las nuevas tecnologías, sí, las que despuntaron en 1995, le dan a todas las compañías que transmiten contenido en línea la posibilidad de conocer de manera casi absoluta los deseos de sus clientes actuales y potenciales. Los algoritmos, esas fórmulas matemáticas incomprensibles para la mayoría, ayudan a los vendedores a saber qué quieren sus compradores. En pocas palabras, si los clientes no piden obras maestras, pues, ni modo, no habrá obras maestras en el catálogo. Bueno, las habrá siempre y cuando sean de factura reciente y cuenten con una buena cantidad de posibles espectadores.

En fin, tratemos de encontrar el aspecto positivo. La carencia de contenido de excelencia en línea nos obliga a asistir a las salas de cine, como, por poner un ejemplo muy centralista, las de la Cineteca Nacional o las del Centro Cultural Universitario de la UNAM. En pocas palabras, después de tanto cambio, resulta que no cambió nada. O como decía sabiamente una frase escrita sobre una pizarra a las afueras de un café: "Aquí no tenemos wi fi, platiquen entre ustedes."


Juan José De Giovannini

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