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los orígenes de un poema

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A partir de la reconstrucción memoriosa del momento que la llevó a escribir su poema The Necessity, Denise Levertov elabora un ensayo que explora la naturaleza esencial del trabajo del poeta.

Texto proveniente de Denise Levertov, El paisaje interior. Traducción del inglés de Patricia Gola. Una nueva edición de este libro será publicado en México próximamente por E1 Ediciones en la serie Filtraciones, dirigida por Iván García.

 

Denise Levertov

 

 

Traducción de Patricia Gola

 

En algún momento de 1960 escribí “The Necessity”, poema que sigue siendo para mí una especie de testamento o un punto de referencia técnico y moral, pero que ha resultado oscuro para algunos lectores. No creo que su dicción o sintaxis sean realmente oscuras, tal vez las dificultades surjan por desconocimiento del terreno donde el poema se ubica, se arraiga o, para decirlo de otra manera, porque el poema –todo poema, pero en especial un poema que es, para el poeta, una especie de testamento– es fruto, flor o rama de árbol, y no puede ser comprendido enteramente sin conocimiento de la naturaleza y estructura del árbol, aunque su derecho a ser un poema deba depender solamente de la evidencia interna. Lo que me propongo hacer aquí no es parafrasear o explicar “The Necessity”, que doy por sentado es un poema, sino exponer y explorar algunas de las actitudes y realizaciones con las que está relacionado.

   Llevo dos tipos de cuadernos: uno es una especie de antología de textos breves y esenciales, el otro un diario que incluye meditaciones o reflexiones sobre esos textos. Al tomar en cuenta estas fuentes, como me propongo hacer aquí, no quiero decir que todas ellas sean literalmente antecedentes, en mi conciencia, de ese poema en particular. En realidad, aunque la mayoría o casi todas las fuentes –las citas las extraeré de otros escritores– me eran, hacia 1960, familiares, y en muchos casos desde mucho tiempo antes, y por aquel entonces ya habían sido copiadas en mi antología personal, las reflexiones que sobre ellas aparecen en mis diarios son de fecha más tardía. No hablo, por lo tanto, de una simple secuencia sino de preocupaciones habituales, que crecen y emergen periódicamente de diferentes formas. Una de esas preocupaciones toma la forma de pregunta. ¿Cuál es la tarea del poeta? ¿Cuál es la naturaleza esencial de su trabajo? ¿No son éstas acaso las preguntas que demasiado a menudo dejamos de hacernos mientras perseguimos ciegamente alguna forma de actividad poética? En la confusión de nuestra época relativista y nuestra cultura erosionada, o al menos en rápida mutación, la mera frase “la tarea del poeta” parece tener una aureola decimonónica, presuntuosa e irrelevante. Nuestro temor a lo presuntuoso se vincula con un saludable desagrado ante la hipocresía; pero creo que nos limitamos, nos privamos de ciertos conocimientos profundos y necesarios cuando desechamos la pregunta por considerarla irrelevante, y nos negamos, por algo que no es más que simple vergüenza, a considerar como una tarea, y una tarea elevada, el compromiso con el lenguaje al que accedemos mediante cualquier talento que podamos tener. Y precisamente esta falta de concepción, subyacente en lo que el poeta está haciendo, explica la búsqueda de temas en algunos poetas jóvenes –quizás en algunos viejos también– y el vacío, la ligereza o total subjetividad de cierta cantidad de escritos que se empeñan en llevar el nombre de poesía.

   Hace años copié esta afirmación de una carta de Ibsen:

La tarea del poeta es aclararse a sí mismo, y por lo tanto a los demás, las interrogantes temporales y eternas…

 

En 1959 o 1960 usé estas palabras como tema para una de las “Three Meditations”. Las tres formaban un único poema, de manera tal que, al referirme sólo a una, ciertas alusiones se pierden; pero de todos modos ésta logra cierto sentido por sí misma:

Barbarians

throng the straight roads of

my empire, converging

on black Rome.

There is darkness in me.

Silver sunrays

sternly, in tenuous joy

cut through its folds:

mountains

arise from cloud.

Who was it yelled, cracking

the glass of delight?

Who sent the child

sobbing to bed, and woke it

later to comfort it?

I, I, I, I.

I multitude, I tyrant,

I angel, I you, you

world, battlefield, stirring

with unheard litanies, sounds of piercing

green half-smothered by

strewn bones.[1]

 

Yo ponía énfasis en la importancia de hacerse preguntas a uno mismo, interiorizándolas para descubrir cuánto de los problemas aparentemente externos tienen su paralelo dentro de nosotros. (Entre paréntesis, me gustaría sugerir que el hombre debe reconocer que no sólo tiende a proyectar sus problemas personales en el mundo exterior, sino que también él es un microcosmos dentro del que los mismos problemas, las mismas tiranías, injusticias, esperanzas y compasiones actúan y reaccionan y demandan solución.) Sigo pensando que esta internalización es esencial en las palabras de Ibsen: lo que se le pide al poeta que aclare no son las respuestas sino la existencia y la naturaleza de las preguntas; y la posibilidad de aclararlas para los demás es posible sólo mediante el diálogo consigo mismo. El coloquio interior, como un medio de comunicación con los otros, fue algo que yo asumí en el poema, pero que por ese entonces no me preocupaba mayormente, aunque yo ya había traducido un poema tolteca que incluye estos versos: “El verdadero artista/ mantiene un diálogo con su corazón”.

 ¿Qué dualidad implica diálogo consigo mismo y diálogo con su corazón? “Todo arte necesita de dos: uno que lo haga y otro que lo necesite”. Se dice que esta frase la pronunció Ernst Barlach, el escultor y dramaturgo alemán. Si esto significa alguien ahí afuera que lo necesite –un público–, el artista productivo se halla en el peligro inminente de externar su actividad, de distorsionar su visión, para acomodarla a lo que él sabe, o supone saber, necesita su público o lo que él piensa que debería escuchar. Cuando le escribí a un estudiante en 1965, lo expresé así:

[…] te encontrarás con que no dices todo lo que tienes que decir –te autolimitarás en relación a la idea que tú tienes de la capacidad de él, de ella o de ellos. Para hacer todo lo que uno es capaz de hacer en cualquier circunstancia (y no hemos de conformarnos con nada menos que todo, aunque el artista, al no ser de una naturaleza complaciente, no se sentirá nunca seguro de que ha hecho todo), uno debe desarrollar la objetividad: a cierta altura de la escritura de un poema debes erradicar de la mente todo conocimiento especial (de lo que intentabas decir, de las alusiones personales, etcétera) y leerlo con la inocencia que le da a un poema alguien desconocido para ti. Si te sientes satisfecho como lector (no sólo como un escritor “autoexpresivo”), tienes buenas probabilidades de llegar a los demás también.

 

Este “lector dentro de uno” es idéntico a la afirmación de Barlach de “uno que necesite” la obra de arte. Hacerse consciente de él protege al artista de superficialidades, que son el resultado de una sobreadaptación al exterior y de confusas subjetividades. La referencia a la “autoexpresión” que hice arriba está estrechamente relacionada con lo que creo que Ibsen debe haber querido decir con “aclarar para sí mismo”. Un acto autoexpresivo provoca que el hacedor se sienta liberado, clarificado, en el acto mismo. Un alarido, un grito, un salto en el aire, una palmada –o un torrente de palabras que el escritor asocia en ese momento con una emoción–, todas estas cosas son autoexpresivas. Satisfacen momentáneamente a quien las ejecuta. Pero no son arte. La “clarificación” del poeta, de la que Ibsen hablaba, es arte: va más allá (aunque lo incluya) del torrente verbal autoexpresivo, va más allá del gesto efímero; es una construcción de palabras que sigue siendo clara aun después de que el escritor deja de ser consciente de las asociaciones que inicialmente la produjeron. Este tipo de “aclaración” abarca al mismo tiempo lo subjetivo y lo objetivo que hay en él. La diferencia está entre la satisfacción de ejercer el poder de expresarse como tal, de decir, de la claridad de la acción y la claridad autónoma de la cosa dicha, la duradera claridad de las palabras exactas. Cid Cordman dijo una vez en un programa de radio que la poesía nos da “no la experiencia arrojada como un problema personal sobre los demás, sino la experiencia como un orden que le cantará a los demás”.

   El poeta –cuando escribe– es un sacerdote; el poema es un templo y dentro de él tienen lugar epifanías y comuniones. La comunión es triple: entre el que hace y el que necesita en el poeta; entre el que hace y los que necesitan fuera de él –aquellos que necesitan pero no pueden hacer sus propios poemas (o los que sí hacen sus propios poemas pero también necesitan otros); y entre lo humano y lo divino tanto en el poeta como en el lector. Por divino entiendo algo que está más allá de los elementos del hacer y el necesitar, algo vasto, irreductible, un espíritu convocado por el ejercicio del necesitar y del hacer. Cuando el poeta conversa con este dios que ha convocado para que se manifieste, revela a los otros la posibilidad de diálogo con el dios que hay dentro de ellos mismos. Escribir el poema es la manera que tiene el poeta de invocar lo divino; la manera del lector puede ser la lectura del poema o la experiencia a la que la lectura del poema lo conduce.

   Rilke escribió en una carta:

[…] en última instancia el arte no tiende a producir más artistas. No se propone atraer a nadie; en realidad, siempre he intuido que no le preocupa en lo más mínimo ningún efecto. Pero mientras sus creaciones, habiendo manado de una fuente inagotable, se presentan allí, extrañamente silenciosas y sobresaliendo entre las cosas, puede ocurrir que involuntariamente se conviertan en algo ejemplar para toda actividad humana, en virtud de su desinterés, libertad e intensidad…[2]

 

Este desinterés se produce cuando el hacer y el necesitar tienen un mismo punto de origen. Sólo cuando esto efectivamente ocurre es que se generan la “libertad y la intensidad” que “involuntariamente se convierten en algo ejemplar” y, en verdad, se comunican con los que están fuera del ser del artista. Ésa es la lógica del “por lo tanto” de Ibsen (“aclarar para sí mismo y por lo tanto para los demás”).

   Me gustaría examinar más de cerca la palabra necesitar. La necesidad de la que hablo es específica (y es la misma en que pensaba Rilke cuando en su famosa primera carta al joven poeta le aconsejaba que se preguntase: “¿Debo escribir?”). Esta necesidad es la necesidad de un poema; cuando esto no se reconoce es posible que otras necesidades –como una necesidad indiferenciada de autoexpresión que puede hallar salida en un gesto o un acto, o la necesidad de reafirmar el ego escribiendo algo que impresione a los demás– puedan llegar a confundirse con la necesidad específica de un poema. El talento no impedirá que un poema escrito a partir de esta creencia errónea sea débil y efímero.

   Durante años entendí el testimonio del pintor francés contemporáneo, Jean Hélion, publicado en una revista de arte inglesa en la década del cuarenta, sólo en lo referente a la “integridad”, como una afirmación de la existencia de otro dentro de uno mismo. Hélion decía:

 

El arte degenera si no conserva esencialmente el lenguaje misterioso del ser escondido en cada hombre, detrás de sus ojos. Yo actúo como si este ser escondido obtuviera vida sólo a través de la manipulación de cantidades plásticas, como si éstas fuesen su único cuerpo, como si su crecimiento fuese su único futuro. Lo identifico con su lenguaje. En vez de una descripción, una expresión o un comentario, el arte se convierte en una realización con la que el deseo vital colabora como un albañil.

 

Pero cuando reconsideré este pasaje pensando en la forma como se afecta la transición del artista desde el mundo interior, desde el diálogo interior hacia cualquier tipo de comunicación externa, me di cuenta que Hélion quería decir también que es a través de la sustancia sensual del arte, y sólo a través de ella, que la transición se realiza.

   El acto de convertir la experiencia interior en una sustancia material es en sí mismo una acción hacia los otros, incluso cuando la intención consciente no vaya más allá del deseo de autoexpresión. Así como la actividad del artista da cuerpo y futuro al “misterioso ser escondido detrás de sus ojos”, de igual manera el sólo hecho de la manifestación concreta, de la pintura o de las palabras, va más allá del mundo del diálogo interior. Cuando Hélion dice que el arte se convierte en una realización no quiere decir en una “conciencia” sino, literalmente, que se hace real, se hace sustancia. En vez de descripción, expresión, comentario –todo lo cual sólo se refiere a un tema ausente–, el arte se convierte en sustancia, en entidad.

   Heidegger, interpretando a Hölderlin,[3] dice que ser humano es ser una conversación –una manera extraña y sorprendente de decir que la comunión es la base misma de la vida humana, del vivir humanamente. El poeta desarrolla la necesidad humana básica de diálogo en concreciones que son audibles para los demás; al escuchar, los otros son estimulados en la conciencia de sus propias necesidades y capacidades, incitados a emprender sus propios diálogos más cuidadosamente (como ocurre a menudo con los del poeta, cuando no es activamente un poeta). Sin embargo, este efecto o resultado de su trabajo, aunque no puede ser ignorado, tampoco puede ser la intención del poeta, pues una intención tan dirigida hacia el exterior y hacia la búsqueda de un efecto es contraproducente.

   La necesidad vital de comunión que tiene el hombre, pues su humanidad se arraiga en la “conversación”, se debe al hecho de que ya que las cosas vivas y sus partes se atrofian si no se ejercitan sus funciones propias y que el hombre no posee, entre sus partes vivas, la dualidad complementaria del Necesitador y el Hacedor, debe utilizarlas si no quiere que se deterioren. Por eso Hélion hablaba del “impulso vital colaborando como un albañil” en la realización del arte. Los dos seres son solo uno mutuamente dependiente. La vida de ambos no depende simplemente del reconocimiento mutuo sino de la manifestación de ese reconocimiento en términos sustanciales –sea como “cantidades plásticas” o como palabras (o en los medios de cualquier arte en cuestión). La sustancia, el medio del arte, es una encarnación; no una referencia sino un fenómeno. Un poema es una indivisibilidad de “espíritu y materia” mucho más absoluta de lo que la mayor parte de la gente entiende por “síntesis de forma y contenido”. Con frecuencia se cree que esta frase implica un proceso de voluntad, oficio, gusto y comprensión a través de la cual la forma de una obra es moldeada afanosamente hasta llegar a ser la expresión perfecta o el vehículo de su contenido. Pero los artistas saben que éste no es el caso (que es sólo un recurso, un sustituto de lo verdadero en tiempos malos). Es sin duda el proceso adecuado para ciertas formas de escritura: la exposición de ideas, los estudios críticos. Sin embargo, en la obra de arte primaria existe, en el mejor de los casos, como paso previo a una actividad menos laboriosa, menos ligada al esfuerzo y a la voluntad. Así como “el otro ser” de la metáfora de Hélion se identifica, en el proceso, con su lenguaje que es “su único cuerpo, su único futuro”, del mismo modo el contenido, que es el diálogo entre él y el “hacedor”, se convierte en forma. Dice Emerson: “la comprensión que se expresa a sí misma mediante lo que se llama Imaginación, no llega por el estudio sino por el lugar donde se está el intelecto y por lo que ve, porque comparte el camino o circuito de las cosas a través de las formas, haciéndolas así traslúcidas para los demás…” (las cursivas son mías).[4] Dice Goethe: “los moralistas se preocupan por el efecto ulterior, que preocupa tan poco al verdadero artista como a la Naturaleza cuando crea un león o un colibrí”.[5] Y Heidegger escribe en “Hölderlin y la esencia de la poesía”:

 

La poesía parece un juego pero no lo es. Es cierto que el juego vincula a los hombres, pero de manera tal que cada uno se olvida de sí mismo durante el proceso. En la poesía, por el contrario, el hombre se une a los fundamentos de su existencia. Allí descansa, no el descanso aparente de la inactividad y vacuidad de pensamiento, sino ese estado infinito de descanso en el que todos los poderes y relaciones están en actividad.

 

La “intensidad desinteresada” sobre la que escribió Rilke, entonces, es una intensidad verdaderamente ejemplar y afectiva. Lo que Charles Olson llamó un hombre que “llena su espacio”, y lo que dijo John Donne sobre la presencia de Dios en una brizna de paja, “Dios es una paja en una paja”, apuntan hacia ese desinterés. El ser paja de la paja, la humanidad de lo humano, es su divinidad: en esa intensidad está la “chispa divina” que, según las leyendas jasídicas, habita en todas las cosas creadas. “¿Qué es entonces el hombre?”, se pregunta Heidegger. “El que debe afirmar lo que es. Afirmar significa declarar pero al mismo tiempo dar en la declaración una garantía de lo que se declara. El hombre es el que es, precisamente en la afirmación de su propia existencia”.

   Las palabras de Olson que hablan de llenar nuestro espacio dado aparecen en un pasaje que acentúa más su paralelo con Heidegger:

…a man carved

out of himself, so wrought he

fills his given space, makes

traceries sufficient to

other’s needs…

here is

social action, for the poet

anyway, his

politics,

his needs…[6]

 

Olson dice, como también Heidegger, que por ser lo que él es capaz de ser, por vivir su vida de modo que su identidad esté “cincelada”, “trabajada”, por llenar su espacio dado, un hombre, y en especial un poeta, que representa una actividad peculiarmente humana, crea ciertamente “suficiente tracería para las necesidades de los demás” (lo que es, en el sentido más profundo, una acción “social” o “política”). Los poemas dan testimonio de la humanidad del hombre que, como la paja de la paja, es una chispa en el exilio. Sólo gracias a la luz y al calor de estas chispas divinas podemos ver, podemos sentir el alcance humano. Ellas dan testimonio de que es posible “el desinterés, la libertad y la intensidad”.

Por lo tanto zambúllete profundamente –escribió Edward Young, autor de un libro que fue muy popular y luego despreciado: Night Thoughts–, zambúllete profundamente en tu pecho, aprende las profundidades, la extensión, sesgo y fortaleza de tu mente; establece total intimidad con el extraño dentro de ti; provoca y atesora cada chispa de luz y calor intelectual, aunque esté sofocada por negligencias previas o dispersa en la oscura masa uniforme de los pensamientos comunes; y juntándolos en un solo cuerpo, deja que tu genio (si tienes genio), se eleve como el sol sobre el caos y entonces, diría yo, como un hindú, venéralo (aunque sea demasiado audaz) y poco más de lo que abarca mi segunda regla diría, a saber: reverénciate a ti mismo.[7]

 

Lo que hasta ahora he sugerido como la tarea del poeta puede parecer un ideal emersoniano (quizá no se ha leído correctamente a Emerson en lo que toca a este punto) que se rehúsa a mirar directamente la capacidad del hombre por hacer el mal. En la actualidad, como tal vez nunca antes, cuando sentimos claramente estar gobernados por malvados y que, en nuestra época, la inhumanidad del hombre con el hombre ha crecido hasta llegar a proporciones de una monstruosidad sin paralelo, tal negativa sería, por lo menos, estúpida. Tal vez parezca que abogo por la aceptación nietzscheana del poder del mal en el hombre, simplemente porque está dentro de sus posibilidades. Pero el requerimiento final de Young, en el pasaje que acabo de citar, tiene, para mí, la clave de lo que hará humana la humanidad del poeta. “Reverénciate a ti mismo” es necesariamente un aspecto de la doctrina de Schweitzer de la Reverencia por la vida, el reconocerse como vida que quiere vivir entre otras formas de vida que quieren vivir. Este reconocimiento es indisoluble, recíproco y dual. No puede haber auto-respeto sin respeto por los demás, ni amor y reverencia hacia los demás sin amor y reverencia hacia uno mismo; tampoco es posible el reconocimiento de los demás sin la imaginación. Imaginar lo que significa ser esas otras formas de vida que quieren vivir es el único camino hacia el reconocimiento, y es ese reconocimiento imaginativo lo que hace nacer la compasión. Entonces, la capacidad de maldad que tiene el hombre, debido a toda su horrenda actividad, es menos una capacidad positiva que un fracaso para desarrollar la función más humana del hombre: la imaginación hasta su plenitud y, por consiguiente, un fracaso en desarrollar la compasión.

   Pero, ¿qué importancia tiene esto para la práctica de las artes y de la poesía en particular? La reverencia por la vida, si es una relación necesaria con el mundo, debe serlo para toda la gente y no sólo para los poetas. Sí, pero es el poeta el que tiene el lenguaje a su cuidado; es el poeta el que reconoce, más que los otros, al lenguaje como una forma de vida y como un recurso común que ha de ser estimado y servido como estimamos y servimos a la tierra y sus aguas, la vida animal y vegetal. El aspirante a poeta que considera el lenguaje simplemente como algo utilizable, así como el mal campesino o el industrial rapaz miran el suelo o los ríos meramente como cosas para ser utilizadas, no descubrirá una poesía profunda; solamente, según su grado de habilidad, construirá un disfraz más o menos aceptable –una subpoesía, en el mejor de los casos eficazmente representativa de su pensar o sentir–, una referencia, no una encarnación. Estará contribuyendo, aunque de una manera aparentemente no inmediata, a la erosión del lenguaje, al igual que el campesino y el industrial irresponsables e irreverentes erosionan la tierra y contaminan los ríos. Todos nuestros recursos comunes, tangibles o intangibles, necesitan ser dados, no sólo tomados; requieren del cuidado que nace del amor intelectual, de una comprensión de sus perfecciones.

   Es más, el amor del poeta por el lenguaje debe alcanzar la pasión si quiere que el lenguaje, es decir la poesía, lo recompense con milagros inesperados. La pasión por las cosas del mundo y la pasión por nombrarlas deben ser en él indistinguibles. Creo que la intensidad del sentimiento de Wordsworth residía tanto en su nombrar la cascada como en su aprehensión física de ella, cuando escribió:

…The sounding cataract

Haunted me like a passion…[8]

 

La tarea del poeta es custodiar el conocimiento de que el lenguaje, como declaró Robert Duncan, no es un montón de fichas que pueden ser manipuladas, sino un Poder. Y es sólo a partir de este conocimiento que llega a la música, a esa canción interna del habla que no es el resultado de la manipulación de las partes eufónicas sino de una atención inmediata a las relaciones orgánicas de los fenómenos experimentados, a la armonía latente y al contrapunto mismo del lenguaje que se identifica con esos fenómenos. Escribir poesía es un proceso de descubrimiento, de revelación de la música inherente, la música de las correspondencias, la música del paisaje interior. Corre paralelo a lo que en la vida de una persona se llama individuación: el desarrollo de la conciencia hacia la totalidad; no un aislamiento de la percepción intelectual, sino una percepción que abarca todo el ser, un conocer (como un hombre y una mujer “se conocen” mutuamente), un tocar, un “estar en contacto”.

   Mis reflexiones sobre la vida me conducen siempre a la Reverencia por la Vida como el terreno propio de la actividad poética, porque me parece que es el terreno de la Atención. Esto no es poner la carreta delante del caballo: cierto sentido de identidad que nos maravilla, la mirada inocente de autorreconocimiento que vemos en los niños y en las formas de vida más humildes, vienen primero: un centro del cual surge la Atención. Sin Atención –hacia el mundo exterior, hacia las voces interiores–, ¿qué poemas podrían realmente existir? La Atención es el ejercicio de la Reverencia hacia “otras formas de vida que quieren vivir”. La progresión me parece clara: de la Reverencia por la Vida a la Atención a la Vida, de la Atención a la Vida a un Ver y un Oír altamente desarrollados, de un Ver y un Oír (facultades casi indistinguibles para el poeta) al Descubrimiento y Revelación de la Forma, de la Forma a la Canción.

   Hay eslabones en esta cadena de los que no he hablado, sólo los he nombrado: el Ver y el Oír aguzados que son el resultado de la Atención a todas las cosas, su relación con el descubrimiento y revelación de la Forma. Hablar sobre ellos de manera inteligible me tomaría más tiempo y espacio de los que dispongo. Pero espero haber esbozado alguna idea sobre el verdadero origen de un poema y espero haber ayudado a otros a definir mucho de lo que ya habían intuido en y a causa de su propio trabajo, tal vez sin saber que lo sabían:

 

The Necessity

 

From love one takes

petal to rock and blessed

away towards

descend,

 

one took thought

for frail tint and spectral

glisten, trusted

from way back that stillness,

one knew,

that heart of fire, rose

at the core of gold glow,

could go down undiminished,

 

for love and

or in fear knowing

the risk, knowing

what one is touching, one does it,

 

each part

of speech a spark

awaiting redemption, each

a virtue, a power

 

in abeyance unless we

give it care

our need designs in us. Then

all we have led away returns to us.[9]

 

[1] Los bárbaros/ llenan las calles rectas de/ mi imperio, convergiendo/ en la negra Roma./ Hay oscuridad en mí./ Los plateados rayos del sol/ cortan, severos,/ con tenue alegría sus pliegues:/ las montañas emergen de la nube./ ¿Quién fue el que gritó, agrietando/ el vaso del deleite?/ ¿Quién envió al niño llorando/ a la cama, y lo  despertó/ más tarde para consolarlo?/ Yo, yo, yo, yo./ Yo multitud, yo tirano/ yo ángel, y tú, tú/ mundo, campo de batalla, revolviendo/ con inaudibles letanías, los sonidos de un verde/ penetrante medio ahogado por/ los huesos esparcidos. Citado por Thomas Mann en “Goethe and Tolstoy”, Essays of Thomas Mann, New York, Vintage, 1975.

[2] De una carta a Rudolf Bödlander. Véase Letters of Rainer Maria Rilke, vol. II, New York, W.W. Norton, 1969, p. 294

[3] El ensayo de Martin Heidegger, “Hölderlin and the Essence of Poetry”, aparece en su libro Existence and Being, Chicago, Regnery, 1950.

[4] En “Poetry”, Essays (segunda serie).

[5] Citado por Thomas Mann en “Goethe and Tolstoy”, Essays of Thomas Mann, New York, Vintage, 1975.

[6] …un hombre, cincelado/ de sí mismo, tan trabajado que/ llena su espacio dado, crea/ tracería suficiente para/ las necesidades de los otros…/ aquí reside/ la acción social, para el poeta/ por lo menos, su/ política, sus/ necesidades…

[7] Edward Young, Conjectures on Original Composition (1759).

[8] …La sonora catarata/ me habitaba como una pasión…

[9] La necesidad// Del amor uno toma/ pétalo a roca y bendecido/ emprende/ el descenso,// uno tomó el pensamiento/ por frágil tinte y espectral/ brillo, confió/ desde muy atrás en esa fijeza,// uno sabía que/ ese corazón de fuego, rosa,/ en el centro del resplandor dorado,/ podía descender intacto, // por amor y/ o por temor sabiendo/ el riesgo, sabiendo/ que lo que uno toca, uno hace// cada parte / del habla una chispa/ esperando la redención cada una/ una virtud, un poder// en suspenso a menos que/ le demos el cuidado/ que nuestra necesidad proyectada en nosotros. Entonces/ todo lo que hemos enviado vuelve a nosotros.

 
 
 

Denise Levertov (1923-1997) nació en Ilford, Inglaterra, y se nacionalizó norteamericana. Su padre era un pastor anglicano de origen judío hasídico y su madre, una galesa cristiana. A los doce años le mandó un puñado de poemas a T.S. Eliot, quien le respondió alentándola. Levertov se nutrió de las vanguardias poéticas del nuevo continente, guiada por su lectura de William Carlos Williams, y por su sensibilidad hacia las modulaciones del habla norteamericana. No sólo escribió poemas admirables sino un número importante de ensayos, de los que este libro es una muestra, en los que indaga con imaginación y rigor poéticos sobre la naturaleza y los aspectos materiales de la poesía, la forma y el ritmo.

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