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pálido fuego

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El tema del doble es muy antiguo y Marina Porcelli lo aborda en este ensayo, no sin hacernos ver que la literatura va más allá de lo que dicta el mercado editorial y no sin compartirnos el más íntimo placer de la lectura.

Foto: Gerd Altmann

Marina Porcelli*

 

Esto me recuerda al grotesco relato que le hizo al señor Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. “Señor, lo último que he sabido de él es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros”. Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pensó en su gato favorito y dijo: “Pero a Hodge no lo matarán, a Hodge no lo matarán”.

JAMES BOSWELL, Vida de Samuel Johnson,

tomado de VLADIMIR NABOKOV en Pálido fuego

 

Cualquiera de nosotros puede ser el hombre que encuentra a su doble.

DURRENMATT

Quizá por mi sonambulismo todavía de adulta, quizá porque mi hermana se llama Mariana (y yo solía decir que alguien anda por los pasillos, casi con mi mismo nombre y casi con la misma expresión de la cara), por razones biográficas, pienso, siempre me interesó el tema del doble. Pocas cosas trastornan tanto como lo siniestro. Lo que retorna, dice Freud, aquello extraño que es profunda, íntimamente familiar. La voz se duplica: lo angustiante es también lo conocido. Dentro de las muchas representaciones del doble, tal vez una de las más acertadas sea la de El inquilino de Polanski, cuando él se ve por la ventana y se ve a sí mismo siendo mujer. Lacan habla de lo éxtimo. Lo que, por un lado, pertenece a la esfera de lo íntimo, de lo propio, y a la vez, lo que se revela en el exterior. Estas voces de frente y anverso se instalan igualmente en un cuadro de Gauguin de 1892, en el que una chica está acostada de espalda en una habitación, y una especie de demonio está sentado detrás. Y la mira. Es un ir y venir. Ella piensa en el espíritu del muerto o el espíritu del muerto la recuerda.

   Al doble se lo encuentra, se lo elige. Lo construimos, eso quiero decir. No aparece ante nosotros, sino que somos nosotros los que nos enlazamos a él. Soy yo misma la que me ubico ante el espejo. Pero el doble no es la imagen en el espejo, o no es únicamente la imagen en el espejo, ahonda y se aleja un poco más, es una “presencia que estando en otra parte se apoderó de nuestra imagen”.[1] Y así empieza la persecución. Destinada al fracaso. Se trata de perseguir una especie de objeto que permanentemente se nos escurre y se nos escapa. El doble instala el encuentro, dice Freud a partir de Hoffman, y también la repetición del encuentro. Nos condena, una vez y otra vez, nos hace depender de él, sesga nuestra autonomía. Y triunfa. Siempre va más allá. Eso que hay en mí y que construye el doble, ese doble que me convoca, desborda, incluso, la escritura dicotómica, la lucha de opuestos entre el bien y el mal. Me gusta mucho la novela de Stevenson, pero creo que el doble tiene una dimensión mayor que el enfrentamiento entre doctor Jekill y Míster Hyde. Por paradójico que resulte, aunque bien mirada la paradoja parece una obviedad, este desdoblamiento, este yo que es otro, es estructurante en la narración de biografías. Y de autobiografías. Y de diarios. Y hay algo más. Que cuando Boccaccio escribe la vida de Dante, cuando lee a Dante y lo presenta y lo reivindica para la literatura, apunta que a él, a Boccaccio, lo mueve un deseo muy concreto, el de “hablar ahí donde el otro calla”.

La sensación de hostilidad que el yo siente hacia el otro es, en el fondo, proyección de mi propia hostilidad hacia los demás. Los elíxires del diablo, la novela de Hoffman, singulariza esta dinámica. Siempre que el personaje está a punto de concretar su deseo, de alcanzar algo que busca, irrumpe el doble, que lo castiga y lo persigue.

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Entonces bien. Si a la sentencia famosa que Rimbaud escribe en una carta a Demeny en 1871, je suis autre, se la entiende como una caracterización de los sujetos modernos, si Rimbaud lo escribió así, pienso, fue porque antes se preguntó quién era. Quién es el yo. Un yo múltiple y fragmentado que se teoriza y se complejiza a partir de la obra de Freud, que indaga, pregunta, se extraña y se reconoce, se proyecta y se identifica, se enajena y se sobresalta, y que lo hizo anotar a Beckett, con una suerte de implosión interna, como a la pasada, quién habla así, diciéndose yo.

   El otro es el que camina al lado, el compañero de ruta. Jung lo llamó la sombra. Autoscopía es el nombre que recibe la experiencia en la que una persona, mientras cree estar despierta, ve su propio cuerpo desde arriba o desde afuera. La tradición alemana es abundante en cuanto al doble y sus representaciones. No sólo Hoffmann, pienso ahí en Otto Rank. En la pieza que Heine escribe para Schubert, donde el doble, der doppelganger, está desplazado en el tiempo, como abandonado en un dolor de años atrás. La amada ya había dejado la ciudad, dicen los versos de Heine, pero un hombre triste todavía levanta la mirada hacia la casa de ella, hacia las ventanas de la planta alta, y yo

me horrorizo al ver su rostro:

¡la luna me muestra mi propia faz!

Tú, Doppelgänger, tú, pálido camarada,

¿por qué remedas las penas de amor

que en este sitio padecí

tantas noches, en otro tiempo?

 

Como una especie de resto o de resaca, como si fuera un dolor antiguo, algo que sucedió años atrás. Eso trae, presentifica el doble. Renueva. Aparecen dos tiempos, entonces. De los que también habla Freud. Un momento de dolor y sufrimiento, y un momento de recuerdo de ese dolor. En ese segundo tiempo, no es sólo recordar, es sufrir otra vez. Una especie de sufrimiento revivido, dice Freud, pero en el que aumenta el dolor: la huella mnémica potenciada por el recuerdo siempre resulta mayor que el sufrimiento originario.[2] Y este constante penar está en Musset: “donde quiera que pisaba el suelo, en mi camino se sentaba a mi lado”, “un sujeto desdichado”, “en quien yo hallaba apariencia fraternal”.

 

Abre paréntesis ahora

la teoría de los tiempos también la desarrolla Cortázar. Habla del tiempo del relato, y del tiempo subjetivo del personaje. Habla de su cuento, “La isla al mediodía”. O “El milagro secreto” de Borges. La dualidad opera acá con un sentido inverso. Casi con un signo positivo, quiero decir. “El puente sobre el río del búho”, el cuento extraordinario de Ambrose Bierce de 1890, es fundacional en este sentido. Horacio Quiroga lo retoma después, cuando escribe “El hijo” en 1928. Ahí, en el puente del río del búho, sucede el desdoblamiento de un hombre al que están por ahorcar, y ese desdoblamiento habla de otra historia. Se despliega el deseo, la vitalidad. Los colores de esa parte de la narración son más enfáticos, alucinados: el hombre podía tener otra vida, las cosas podían ser de otra manera. Lo mismo ocurre con el hijo que vuelve. De la guerra, en un montón de cuentos populares: el muchacho llega y entra a la casa, y el fantasma se despide de la madre, que está sentada a la mesa. El desdoblamiento en este caso es puro deseo, pura reacción ante la pérdida, y otorga una cierta felicidad.)

   En cambio, en el otro extremo, el doble alcanza la paranoia. La sensación de hostilidad que el yo siente hacia el otro es, en el fondo, proyección de mi propia hostilidad hacia los demás. Los elíxires del diablo, la novela de Hoffman, singulariza esta dinámica. Siempre que el personaje está a punto de concretar su deseo, de alcanzar algo que busca, irrumpe el doble, que lo castiga y lo persigue. Estamos en el final de William Wilson. También del caso Aimée de Lacan. En el baile de máscaras, el narrador se decide a terminar de una vez con William Wilson. Alza la espada, y lo atraviesa. Entonces el doble cae herido, pero simultáneamente cae herido el narrador. Heridos los dos, ambos mueren. El autocastigo es el deseo que en el fondo se busca cumplir, y por ese golpe de espada, el delirio “ya inútil, se desvanece” (Lacan).

 

Breve tratado de alabanza de uno mismo. Y la vida de los otros

Decir yo ya es decir el otro, y decir sociedad.[3] La paradoja, que la soledad es imposible. Sólo cuando dormimos, en el momento del sueño, estamos solos, dice Freud. Aunque más no sea tácitamente, el relato del doble se relaciona con el relato autobiográfico, la narración de la vida. Como estructurante, pienso yo, porque en el fondo la propuesta del doble supone una pregunta sobre nuestra identidad y sobre nuestros deseos, aquello que buscamos, que nos desborda y que nos excede. Maupassant, Wilde, Dostoievski, Mark Twain, muchos de los fantasmas de la literatura rusa, mucho Borges.

Estamos tan acostumbrados a que el mercado editorial publique a mansalva todos los papeles íntimos de un autor que vende, que francamente urge una propuesta lúcida de relectura e interpretación que juzgue y seleccione y valore y enfatice y descarte este tipo de material. Ocurrió con la correspondencia de Cortázar, por poner un caso.

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Pero no hay, en la mera escritura autobiográfica, algo que la delate como autobiográfica. Es el pacto con el lector la que determina su factura. El lector sabe de antemano que se trata de este tipo de escritura. En el arranque de sus memorias, Lucio V. Mansilla apunta que ojalá este libro resulte de interés, por todo aquello que él tiene para contar, no como ocurre con ciertos caballeros adinerados a los que le cabe el epitafio, “aquí don Diego reposa / sin haber hecho otra cosa”. De las confesiones surge la autobiografía,[4] a fines del 1700, se trata del género burgués de moda en el siglo XIX. Lo que se desata después es especialmente deudor de Memorias del subsuelo de Dostoievski, de 1848, que tematiza, brutalmente, la culpa. “Soy un hombre malo, soy un hombre enfermo”, llega a decir, y reivindica ese carácter individual, único y solitario, atravesado por el miedo y las pesadillas. Acá también, la narrativa de Strindberg. Alegato de un imbécil, Inferno, y esa estampa magistral, quizá lo mejor de su obra, la novela breve, Solo. Y aquello que hizo que Simone de Beauvoir hablara de él como padre de la autobiografía moderna: ya que lo que Strindberg pone en escena es un espacio tan íntimo como enloquecido, atravesado por la alucinación y por la pérdida.

   El yo (el recorrido del yo del 1800) cobra entonces una presencia formidable. Se complejiza. El yo se va construyendo a lo largo de las escenas, defiende su experiencia, su subjetividad, su voz que se ensancha. Se reivindica autodidacta, se reivindica moralmente autodidacta, y abre la compuerta de verbosidad imparable. El cuerpo legitima la experiencia y la voz dialoga consigo misma y con los demás. Bajtin mediante, vemos que se trata de prosas dialécticas, de la palabra como dia-logos, como doble acción. La carta, los diarios, la narrativa: toda la escritura se abre a la dimensión de la otredad. Cierto, hay autonomía en el yo y hay una autonomía en el otro, pero también hay dialéctica. El otro, entonces, se origina en el centro de toda autobiografía.

 

Escribir en cueros

Cartas y diarios explicitan la duda y el entusiasmo, la preocupación y el enojo, a veces, las cartas enraízan la confesión más íntima y los diarios parecen, más que nada, epístolas. Testimonial y autobiográfica, este tipo de escritura, tan enclavada en la circunstancia, presenta una enorme flexibilidad. En este sentido: el recorrido que proponen cartas y diarios tolera ciertas repeticiones de la prosa, lagunas, zonas de vaivén y contradicción. Para Kafka, sin embargo (y acá el énfasis está en el sin embargo) sus cuentos y diarios funcionan como espacios intercambiables. Es común encontrar relatos en sus epístolas. Thomas Mann mantuvo una bitácora sobre la escritura de Doctor Fausto, mientras cruzaba largas discusiones con Adorno; Joyce, cuando le escribió a Nora, fue erótico hasta lo extraordinario. Las cartas generosas de Rilke (enviadas a un joven poeta) son un tratado de ética y de estética; lo mismo las miles de páginas del diario de Kierkegaard, los apuntes incesantes de León Bloy. O esos diarios guillotinados por el suicidio, el de Virginia Woolf, Cesare Pavese y Sandor Marai, entre los más canónicos. A veces, los papeles y diarios íntimos permiten profundizar ciertos sectores de la obra, a veces, son un añadido, a veces no sirven para nada, no aguantan la más mínima formulación. Las variaciones, ya se ve, van de un extremo a otro. Ejercicios automáticos, apoyaturas, drenaje, catarsis, discurrir o reflexión. Narrar lo vivido y narrar también para dejar de vivirlo, para ponerlo en perspectiva, para sacárselo de encima. Estamos tan acostumbrados a que el mercado editorial publique a mansalva todos los papeles íntimos de un autor que vende, que francamente urge una propuesta lúcida de relectura e interpretación que juzgue y seleccione y valore y enfatice y descarte este tipo de material. Ocurrió con la correspondencia de Cortázar, por poner un caso. Mucho de lo escrito nos habla de sus caminatas por París, mucho es sólo un fichaje cotidiano, una repetición olvidable. Al fin y al cabo, hay mucho material de todo tipo, como si la escritura, bien mirada, fuera sobre todo una especie de galaxia.

   Ahora bien. Me entusiasma esa dimensión de lo cotidiano en la que cartas y diarios discuten asuntos relevantes de escala nacional. Lo trascendente incluido en lo doméstico, digo. Cómo lo coloquial trabaja lo histórico. Quizá por esto, Barrera Enderle propuso que los epistolarios son el origen de la crítica literaria en América Latina. Como los preludios del ensayo. Los espacios de reflexión, de propuesta, de duda. Pero a mí me interesa el cruce de registro. Esa traducción de los proyectos nacionales en una lengua cercana, propia, de intimidad. Voy a los ejemplos. El comentario de Alfonso Reyes en una carta a Henríquez Ureña, el 15 de septiembre de 1907, cuando Reyes anda de vacaciones con su familia en Jalisco, comenta libros y le molestan los mosquitos: “Acaba de caérseme la chingada vela, que no merece otro calificativo (…) No había yo de ser tan deshonesto, no había yo de escribirte en cueros”. O la epístola de Sarmiento a Echeverría, el 12 de diciembre de 1849, en la que luego de criticar “su cuadernito sobre la revolución del sud”, y antes de estampar para siempre que “la crónica es mi credo político, mi programa”, Sarmiento, que se había hecho cierta idea de Echeverría romántico y en el exilio, apunta, como a la pasada: “dije una vez que usted estaba enfermo de espíritu y de cuerpo, y me aseguran que revienta de gordo”. En la correspondencia, en las bitácoras, en los relatos de viaje, con un cruce de respeto, modo altisonante y giros domésticos se articulan discusiones sobre los libros por escribir, y preguntas políticas y militares, y un relato muy concreto y hasta un poco disparatado sobre la cotidianidad.

Hablar ahí donde el otro calla. No se trata de    apagar una voz, sino de valerse   ” de esa voz y ampliarla. Elegir al otro, autorizarse, situarse frente a una especie de doble, mirarle la cara    y conversar con él.

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Hablar ahí donde el otro calla

El doble no aparece. Se lo encuentra, se lo elige, dije arriba. Nosotros nos enlazamos a él. En una de las estrategias editoriales más notorias y ya clásicas, Charles Baudelaire presenta en Francia la obra de Edgar Allan Poe. La traduce, la reseña, la difunde, escribe una biografía sobre él en 1852, que corrige y republica, como una manera de hablar también de sí mismo, y de defender una poética, y sus libros. El mismo Baudelaire insiste en que él y Poe se parecen mucho. Baudelaire tuvo una “singular conmoción”, en 1846 o 1847, como confiesa en una carta a Armand Fraisse de 1860,[5] cuando se topó por primera vez con la obra de Poe. Los autores se parecen, de una manera asombrosa, además. Tanto, que le hizo escribir, en carta a Theophile Thoré, de 1864:

 

¡Se me acusa, a mí, de imitar a Edgar Poe! ¿Sabe usted por qué he traducido tan pacientemente a Poe? Porque se me parecía. La primera vez que abrí un libro suyo, vi, con espanto y arrebato, no tan sólo temas que yo había soñado, sino FRASES pensadas por mí, y escritas por él veinte años antes.

 

Incluso, dice Baudelaire, eran parecidos físicamente. En sus buenos modales y en su genio, en una vida condenada a la miseria, por un entorno social que maltrata y abandona, se parece a ese Poe que tenía “un estilo demasiado por encima del nivel intelectual común para que se le pudiera pagar bien”. Y al del demonio de la perversidad. Al de la aparición del mal. Poe se emborrachaba, dice Baudelaire en la biografía, y eso “bastó para despertar el demonio que había en él”. Y hay más, porque también agrega:

 

Creo que, en muchos casos, no en todos, desde luego, la borrachera de Poe era un medio mnemónico, un método de trabajo, un médoto enérgico y mortal, pero adecuado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, igual como un literato concienzudo se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistirse al deseo de recobrar visiones maravillosas, las concepciones sutiles con las que se había encontrado en una anterior tempestad.

Estas traducciones son la única parte de su obra que Baudelaire considera totalmente terminada y están dedicadas a María Clemm.

   Los errores de fechas, de lugares, los datos inexactos en la biografía que escribe Baudelaire son generalmente atribuibles a la fuente, al libro de Daniel del que Baudelaire toma casi toda la información. Baudelaire afirma, por ejemplo, que Poe viajó por Europa, que llegó, incluso, hasta Rusia, y hoy sabemos que Poe sólo estudió en Inglaterra. Cierto. Pero también quizá uno de los mayores hallazgos de Baudelaire sea caracterizar a Poe como un “planeta desorbitado”, que anduvo sin cesar de “Baltimore a New York, de New York a Filadelfia, de Filadelfia a Boston, de Boston a Baltimore, de Baltimore a Richmond”. Lo que quiero decir es que los errores de Baudelaire son atribuibles al libro de Daniel, pero sólo en parte. La otra parte es todo lo que no puede pensarse como un error. Lo que de alguna manera es la afirmación del biógrafo, la identidad de Baudelaire, y que Boccaccio deslizó quizá sin querer en su libro sobre Dante, y ya se dijo: hablar ahí donde el otro calla. Y la cita textual, de Breve tratado de alabanza de Dante: “y en nuestro idioma fiorentino hablaré (…) de algunas cosas que él calló por modestia”.

   La biografía que escribe Baudelaire es antes que nada contestataria. Está en primera persona, y responde a un mito de origen, tiene algo de fundacional. Empieza diciendo: “¿Es que no hay (…) ninguna ordenanza que prohíba a los perros entrar a los cementerios?” Baudelaire reconstruye el temperamento de Poe en la infancia, apela a su físico para singularizar su carácter, dice que Poe iba al colegio, y nos describe las vivencias en el colegio y el contorno en esa casona vieja. Espejo, modelo, ejemplo, figura rescatada. Hermanarse, emparentarse. Los dos son especulares: Baudelaire termina diciendo que toda la obra de Poe está plagada de oraciones en francés.

   Y afirma, en un parágrafo sobre su traducción de Eureka, publicada en los primeros años de los 60: “¿y por qué no habría de confesar que lo que sostuvo mi voluntad fue el placer de presentarles a un hombre que tenía cierto parecido conmigo en algunos aspectos, es decir, a parte de mí mismo?”

 

Hablar ahí donde el otro calla. No se trata de apagar una voz, sino de “valerse” de esa voz y ampliarla. Elegir al otro, autorizarse, situarse frente a una especie de doble, mirarle la cara y conversar con él. Como sabemos, Edgar Poe tenía cuarenta años cuando cae desplomado sobre una cuneta, antes de agonizar varios días en un hospital, y morir en 1849. Baudelaire tituló su diario íntimo con una frase de Poe, My heart laid bare / Mi corazón al desnudo. En la sentencia famosa del 23 de enero de 1862, anota que siente pasar sobre sí el viento del ala de la imbecilidad. Es una sentencia, una premonición. Como un reflejo que lo antecede. Años después, cuando ocurre el colapso, Baudelaire muere babeándose y casi sin poder hablar, en un hospital de París.

 

 

Marina Porcelli, Ciudad de Buenos Aires, 1978. Narradora, ensayista. Fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación (Buenos Aires, 2004) y obtuvo diversos premios en género cuento y ensayo. De la noche rota, su primer libro de cuentos, fue editado en 2009 por la Universidad de La Plata, Argentina. La cacería, su segundo libro de relatos, fue publicado por Cuadrivio-Editorial, en México, DF. Parte de la obra de ficción y ensayística de la autora ha sido publicada en medios y antologías de Argentina, Chile, Cuba, México, Nicaragua, España, y China. En 2010, Marina Porcelli fue elegida por el Fonca/Conaculta para participar del Programa de Residencias Artísticas para Iberoamérica y Haiti; en 2012, fue becada por la Secretaría de Cultura Argentina, en convenio con México. Obtuvo el Premio de Cuento Edmundo Valadés y residencias artísticas en en Montreal, Canadá, y otra en Shanghai, China. Algunos de sus cuentos y ensayos fueron traducidos al inglés y al chino. Colabora regularmente con revistas y suplementos de cultura de América Latina, y es responsable de la sección de Creaciones>Narrativa de Revista Levadura, de Monterrey, México.

 

[1] Muñoz, “Verba Volant”, 2013.

[2] S. Garófalo.

[3] Alejandro Grimson, 2010.

[4] Fechada según Southey en 1789, según Schlegel, en 1809.

[5] La edición en español donde aparecen estas citas fue impresa en México, por Fontamara, en 1979.

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