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tres intentos de interpretación

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La Paz, Bolivia, nos mira desde su altura magnífica, donde la vida transcurre sin la necesidad de que alguien apruebe su existencia. Sin embargo, eso no impide que una escritora ofrezca su propia comprensión de ella 

Moira Bailey J.

 

1. La Paz se extiende en sus rescoldos cubiertos de montañas, se parece al agua que se abre camino como puede para poder pasar. El ritmo de los autos nos impone una ruta determinada. Un camión lleno de gente y objetos que cuelgan como pendientes sigue su trayectoria en línea recta. Atrás van tres niños jugando con unas máscaras que se arrebatan y se prueban intercaladamente pretendiendo cada uno los ademanes y gestos correspondientes a la máscara que utiliza en ese instante. ¿Cómo no salir de esa cárcel mecánica y tambaleante para prolongar sus ilusiones hacia un mundo en el que pudieran realmente llegar hasta el final?

 

2. Para quienes miramos y miramos la ciudad preguntándole a cada paso quiénes somos nosotros en ella, quién ella en nosotros, cualquier recorrido es válido; también es válida cualquier perspectiva para contemplarla, y las historias encuentran todas cabida. Aparece un anciano con un atado a la espalda, todo lo que tiene en un paquete deforme de tela blanca con manchas. La tarde es luminosa, en algunas construcciones resplandece la luz, mientras en las del frente ya se posó la sombra, insinuando el paso lento del tiempo. El anciano ingresa a una casa, una de esas casonas vetustas que algún día fueron hermosas y que albergan hasta hoy, decenas de idilios y personas en su interior. Cierra despacio un enorme portón de metal ya ensarrado. Un rotundo no, un golpe certero a la vista de alguien que, indecente, quiere mirar hacia adentro, imaginar, desempolvar la vida que queda en esas casas que la negligencia desmorona poco a poco.

   Mi taxi pasa de largo, veo la mano del hombre que con dificultad termina de arrastrar la puerta para pasarle un cerrojo. Me quedo con los ojos abiertos al desenfreno de la vida cotidiana, de la mía, de la de muchos. La imagen fija de un hombre que camina despacio frente a mí, con un saco raído que algún día tuvo muchos colores me acompaña todo el día.

 

3. La ciudad vive de ese flujo de peatones que se rozan sin sentir. Cada cuerpo individual lleva dentro su propia música, el silencio suyo, interrumpido por los ruidos de los demás. La mañana es fría y luminosa, y la ciudad pareciera latir a un ritmo ajeno al de las pasiones de su gente. Me paro en la esquina, una paloma entra de pronto a mi campo visual que es el de dos casas a punto de desprenderse hacia el abismo que termina en el río, están como sostenidas por la nada, pues nada parece detenerlas. La paloma escapa la visión de mi ojo izquierdo y vuela en cámara lenta no sé hacia dónde. No concibo la vida de este lugar sin la percepción de otros, de la mía en este caso, pero las ciudades son sitios de épocas simultáneas, de sentimientos contrarios, donde todas las cosas ocurren sin que otros aprueben su existencia, su manera de proceder; todo tiene un motor escondido cuya vida no depende en lo absoluto de quien decida de pronto, percatarse de su existencia.

Moira Bailey J. es escritora y traductora nacida en La Paz, Bolivia. Actualmente reside en la ciudad de México donde se desenvuelve como catedrática universitaria. Es autora del libro A lomo de tigre y coautora de El taller de Hugo Gola, ambos títulos editados por E1 Ediciones.

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